martes, 7 de octubre de 2008

Ángeles del Café y la Coca

- Algún día se enterarían de quién era el que movía el espejito…
- ¿Que quiere decir, profesor?
El repentino rayo de luz (como el que hacen los espejos y los metales) desvió su atenta y entristecida mirada hacia la ventana.

La vieja y humildísima escuela estaba absolutamente vacía excepto por el profesor y sus ya únicos tres alumnos.
Él no contestó. Y los tres niños siguieron su ejemplo observando atentamente a través de la ventana. Era la hora de irse a casa.

Callados, tristes, pero hábilmente como el que ya sigue un hábito, un viejo reflejo, cada uno de los niños se fue amarrando con su cuerda a la polea para deslizarse por el cable de más de 800 metros de largo que los llevaba y traía cada día a la escuela por el precipicio entre las gigantescas montañas de las plantaciones.
Román, el mayor, era siempre el último. El profesor lo ayudó a amarrarse a la polea con aquella cuerda de atar costales y, antes de soltarlo, le contestó.

-...Que el espejito… siempre nos ha escondido al que lo mueve…

Y así soltó al niño dejándolo deslizarse durante los 35 segundos del viaje hasta el poblado, como toda su vida, como siempre había volando por encima de las cascadas, los árboles milenarios y las inmensas plantaciones de café y coca.
Doscientos metros abajo, bajo sus pies pequeños y su vuelo, el ejército de obreros empezaba a aplanar el terreno con aquellos metales enormes, sin percatarse siquiera de que eran vigilados desde el cielo.

domingo, 5 de octubre de 2008

El Todo Inestable.


- Lo que los humanos deben entender es que todo les ha sido otorgado en proporción y con un fin claro. Si fuisteis dados con dos orejas, dos ojos y tan solo una boca, es por un motivo.

Afuera el tráfico newyorkino se debatía en la típica batalla contra la lluvia entre la 93 y Madison Av. a las diez de la noche, haciendo llegar sus luces intensas y sus trajines de motor hasta el decimocuarto piso del edificio Oxbridge.

El ángel (si es que era uno) estaba simplemente allí, sentado contra la ventana con el rostro girado hacia la calle e iluminado por la dura luz de neon que no lograba ni aún así endurecer aquel rostro tan extraño. Tan marmóreo. Tan sutil.
Y hablaba. Me hablaba mientras yo aún sostenía la caja de cartón rizado con una mano y la factura sin firmar con la otra. El lago de Jaqueline Onassis en Central Park, se tornaba violeta con la noche a través de la ventana.
Él se giró a mirarme; como si no entendiera qué hacía yo allí.

- Pero ¿aún en la puerta?
Dudé...
- ¿Quiere que pase?

El ángel sonrío. O eso me pareció a mí. Su rostro era inamovible. Estático en un gesto de paz, pero flexible y moldeable como para permitirle expresar sentimientos sin mover un músculo, como si todo estuviera en los ojos o en el ambiente.

- ¿Son esas las oquídeas? - Preguntó sin, de nuevo, mover los labios a pesar de que, hasta ahora, lo había estado haciendo. No era telepatía, no era sobrenatural. Simplemente emitía sonidos y uno juraría que había abierto la boca, pero en realidad todo en su rostro seguía igual.

- Veinte blancas. Como mi edad. Sólo necesito que firme aquí...

De nuevo rió. Interrumpiendome. Pero era una deliciosa interrupción sin sombra de sarcasmo. Más como un niño.

- Es que... el problema - dijo - es que mi nombre es impronunciable. Y tampoco sé escribir.

Yo no era capaz de moverme. Ahí. Parado. Como un estúpido sin poder quitarle los ojos de encima, casi temblando.

- ¿Tienes frío? - E, inmediatamente, la habitación entera se calentó y yo ya no estaba en la entrada, y la puerta estaba cerrada, y las orquídeas reposaban sobre la mesa con la caja abierta.

El ángel se levantó. Aquel ser de más de dos metros de altura y completamente desnudo aunque, por algún motivo, yo no podía distinguir claramente el contorno de su cuerpo. Nada era claro en él, nada era evidente, no había formas, rostro o gesto, pero, como algo intrínseco en mí, como una noción con la que uno ya ha nacido, un instinto, una Verdad; era capaz de saber (esa es la palabra, uno simplemente "sabía") qué era qué en aquel cuerpo, y cómo había (quizá sólo para mí pero era lo más claro que ví jamás) un rostro, un gesto, una mirada y una piel.
Se acercó a las orquídeas y las miró de frente, como si estuviera tratando con una persona, durante unos minutos. Hasta que volvió a hablar.

- Y además no tenemos identidad. Somos un todo complejo compuesto por partes simples. Yo no soy Yo. Esa palabra, al igual que los nombres, es algo vuestro. No tengo concepto de mí mismo ni sé qué es el Yo más allá de lo que sé por vosotros.
Aún estás temblando.

Pero no era miedo. No era temor o pánico; era una reacción automática de mi cuerpo, un shock eléctrico, como una respuesta energética a una fuente creadora de energía.

- ¿No es todo esto lo que querías saber de mí? Tú me tendrías que dar un nombre...

Atrás en el tiempo, aquella mañana tempranísimo, él me había encontrado enterrado entre cajas de flores recién llegadas mientras diseñaba los ramos del día. Yo lo noté en los ojos de Eva. Para ella él era normal, un hombre alto, vestido de jeans rotos y camiseta blanca inmune a los cinco grados bajo cero de la calle. Pero para mí... él... se mostró ya de esa forma distinta, sin bordes, confuso en los contornos y mezclando los colores de su piel con el entorno como si fuera simplemente un pedazo del mismo que se desgajara, que se saliera del propio aire pero siguiera pegado a él absorbiendo sus colores, sus texturas, su movimiento. Como si fuera una parte de un todo. Mezclado, fundido.
Se me había acercado a escasos centímetros y me había pedido tantas orquídeas blancas como mi edad para las diez de la noche. Y aquellos ojos, al igual que el resto de sí mismo, eran como una mezcla de agua y colorante inestable.
Entonces quise saberlo todo de él y le puse el nombre de un ángel.

El ángel, aún de pie, sonreía. Su piel seguía cambiando para adaptarse a las texturas y colores de la habitación en total oscuridad excepto por una luz rojiza de la que yo no podía ver la fuente.
Me tomó la mano y ya no pude ver la diferencia entre la suya y la mía. No podía señalar el punto de unión. Me acercó a él y puso mis brazos alrededor de su cintura. Su textura era, sin embargo, completamente humana, con una piel tibia sin poros pero que alcazó mi temperatura y color tan pronto como yo me abracé a él y cerré los ojos contra su cuerpo. Al abrirlos de nuevo yo estaba recostado en la cama y él, sobre mí, cubriendome con aquel cuerpo inmenso, espléndido, me observaba directamente a los ojos, con aquellas pupilas de manchas inestables que se ordenaban y desordenaban a capricho.

-¿De qué estás hecho?
El ángel pensó unos segundos.
- Dímelo tú. Es de lo que tú creas.
Lo miré extrañado, tratando de identificar las partes de su rostro, borrosas, sutiles como un boceto sin terminar, pero terriblemente claro a la vez.
- ¿Piensas que soy real? Soy la forma que tú me das, soy lo que tú quieres ver. Soy una extensión de tí y del Todo. Una circunstancia.

Extendí una mano para tocar su cabello que no era cabello, y al hacerlo, al tenerlo entre mis dedos, una vez más (como antes con el cuerpo) adquirió textura, temperatura y color. Al soltarlo volvía de nuevo a ser algo nebuloso. Y lo mismo con su boca.

Y era como estar sintiendo todo por primera vez en la vida, como estar sometido al placer completo y abandonado de las primeras veces, como estar enredado en aire, en la luz y el sonido. En él.
O en mí mismo.

La sirena de una ambulancia catorce pisos más abajo me despertó en la mañana. Todo estaba como si nada y la cama deshecha con las veinte orquídeas, ahora moradas, a mi lado.
Me levanté despacio, imbuído, sintiéndome limpio e integrado. El sol afuera era intenso y blanco brillante a través de la nieve que caía en absoluto órden y calma.
Tomé el cuaderno de facturas y firmé en la entrega.

Puse mi propio nombre.